El cartomántico

En todas las actividades que pueden ocupar la energía física y psíquica del hombre, y muy especialmente en las pertenecientes al mundo del arte, es precisa una disposición generosa y una actitud innata, si se pretende la elevación por encima de lo ordinario o accesible al individuo común. Tan evidente como el estro de los poetas, el «oído» de los músicos, la potencia de los atletas o la elocuencia de los oradores, es la facultad extraordinaria de ciertas personas para establecer ciertos niveles de comunicación suprasensorial.
El cartomántico debe hallarse en posesión de esa capacidad extraordinaria que le permita establecer contacto psíquico con el consultante y extrasensorialmente con la energía por ambos transmitida a la baraja. Es cierto que un simple aficionado puede «echar» las cartas y llegar incluso a obtener un aceptable número de aciertos que él mismo, por su falta de preparación, será incapaz de interpretar. En todo caso, esa serie de aciertos vendrá dada por la facultad especial y por el grado de adiestramiento que haya conseguido. Pero del mismo modo que al poeta, al músico, al atleta y al orador no les basta la aptitud innata y para conseguir tan sólo un nivel medio dentro de sus especialidades han de entregarse en profundidad al estudio que posibilite el desarrollo de sus actitudes especiales, así el cartomántico debe familiarizarse con el arte de la adivinación por las cartas al punto de que ninguna de ellas pueda presentarle la menor duda en su interpretación. Tanto como el dominio de la baraja, es necesario el dominio sobre sí mismo: el perfecto conocimiento de las aptitudes suprasensoriales que en él residen, pues debe tenerse muy en cuenta que las cartas no «hablan» por sí solas, independientemente de la energía psíquica del cartomántico, sino que se expresan en función de dicha energía, así como de la emitida por el mismo consultante. De manera que, por más que el significado propio de una carta sea él mismo en cualquier mesa -tanto en la de un maestro como en la de un principiante-, su interpretación correcta dependerá de las especiales aptitudes del adivino, así como de su grado de preparación.

Por lo expuesto, será fácil comprender que la concentración del cartomántico juega un papel decisivo en el resultado final de la consulta; una concentración que debe ser absoluta en cada carta, de manera que pueda ser captado todo «pensamiento» que de ella emane.
Del mismo modo que el artista no consumado, que carece de fe en sus propias posibilidades, recurre a la «imagen» exagerada para convencerse a sí mismo y convencer a los demás de sus condiciones singulares, existen cartománticos que, acercándose mucho más a lo folklórico que a la seriedad de un arte históricamente reconocido, exhiben pintorescos ropajes que llegan incluso a ridiculizar la cartomancia. Es conveniente desconfiar de tales individuos, puesto que a buen seguro no persiguen otra cosa que impresionar con su atuendo, ya que no con sus aciertos. El auténtico dominador de un arte o de una ciencia no muestra jamás el menor empeño en ofrecer una imagen externa que «destaque» tal dominio; estando convencido de su capacidad real, no precisa convencer a nadie ni mucho menos convencerse a sí mismo. El atuendo, pues, debe ser tan sobrio como para llevar al consultante la fe en su seriedad, la certeza de encontrarse ante un hombre, o una mujer, especialmente dotado, con posibilidades reales de penetrar en su Yo íntimo y en el Futuro que le aguarda, y no ante un comediante.
Sentado ante la mesa, dando la espalda al mueble en donde guardará todos sus instrumentos de trabajo, el cartomántico procurará transmitir su poder de concentración al consultante sentado enfrente. Para ello es necesario que la persona a estudiar se halle cómodamente sentada, aligerada de presiones externas, dispuesta a abrir de par en par las puertas de todo su Ser, sin miedo a lo que pueda descubrir o encontrar. De aquí la conveniencia de un diálogo previo entre consultante y consultado que conduzca a la imprescindible precomunicación. En aras de esa concentración ineludible la estancia deberá hallarse libre de rumores, de personas que al ir y venir resquebrajen el «coloquio» entre las cartas, el consultante y el consultado. Nada de música; ni siquiera la clásica por más que el consultante sea un empedernido melómano.

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