Cómo comunicarnos con el más allá a través de la Bola de cristal 1

Pensemos en el laborioso y metódico análisis de Descartes dirigido a demostrar la existencia de Dios. Pero, ¿qué es lo que mueve al hombre a querer comunicarse con el más allá? ¿Qué es lo que le mueve hacia las orillas donde los infinitos tránsitos de los difuntos invitan a la comunicación? ¿Tal vez el comprensible deseo de encontrar una razonable certeza de la pervivencia del alma?
Ciertamente, podemos decir que la búsqueda de Dios y del más allá pone en evidencia una característica de la existencia humana, la de su finitud, en contraste con la idea que el hombre tiene del infinito: se confirma, pues, como identificación de una falta, de una laguna, pero, al mismo tiempo, de un deseo.
Es también el deseo de entender hasta el fondo la muerte, o, mejor dicho, ese oscuro concepto que se ha ido construyendo alrededor de la muerte. En efecto, hablar de la muerte es siempre un desafío a la realidad. El lenguaje, la escritura, los cuentos, las palabras, las imágenes y los gestos que se han ido aplicando al «tránsito» hacia el más allá, son otros tantos signos que a menudo tienden a estructurarse contra el mundo «real». ¿Pero es tan radical esta oposición? ¿Hasta qué punto la imaginación no tiende a ocultar la «realidad», a construir imágenes «pantalla»?
Tras la muerte de un ser querido, hay momentos de profundo dolor. No sabiendo resignarse, los familiares y amigos, afligidos por la «pérdida», intentan a menudo ponerse en contacto con el difunto por todos los medios. Las sesiones mediánicas son el medio más práctico y conocido para entrar en comunicación con el más allá. Pero no es el único. Alrededor de una mesita redonda, los muertos pueden comunicarse con nosotros (el espiritismo); pueden venir a visitarnos para protegernos, para hacernos algún bien, o algún mal (espíritus, zombis, fantasmas, espectros, etcétera).
Hoy por hoy, la sociedad industrial quisiera casi abolir la muerte; pero si hiciera eso aboliría también el sueño colectivo más bonito que el hombre haya tenido jamás, porque está arraigado en las zonas más oscuras de su consciencia: si eso ocurriera, no existiría más que el silencio de la negación y el mudo horror de la realidad misma. Los cementerios se convertirían en el extremo refugio de la falta de verdadera humanidad, ya que la muerte, privada de las metáforas, despojada de las palabras y de las imágenes que desde siempre han servido para describirla, llega a ser innombrable. Cuando las palabras dejan de hablar de la muerte y del más allá, ya no hay nada.

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