La bola de cristal tiene, obviamente, una estrechísima relación de significado con la esfera geométrica. A partir de la noción matemática, trasladando la expresión formal al concepto simbólico, la esfera —o globo— se prestó fácilmente a simbolizar la eternidad, porque, como dice el Ripa, «la forma circular no tiene principio ni fin», o, como dice Tressan, «porque la circunferencia del globo entra perpetuamente en sí misma». Es el universo el globo que en las estatuas vemos sometido al pie voluble de la Fortuna y al pie obstinado del Destino.
La esfera, en efecto, es una totalidad y, por tanto, constituye el substrato simbólico de las imágenes que coinciden con el sentido dominante, de ahí la idea de centro, del mundo, de la eternidad, o más concretamente de alma del mundo. En la filosofía neoplatónica, el alma aparece en relación directa con la forma esférica y la sustancia del alma se deposita, como quinta esencia, alrededor de las esferas concéntricas de los cuatro elementos. En la alquimia aparece como símbolo de la materia primigenia. Otra importante asociación a la idea de esfericidad es la perfección y la felicidad.
Las primeras referencias a la esfera de cristal están relacionadas con los descubrimientos arqueológicos llevados a cabo en Egipto; en particular en la ciudad de Antinoópolis, donde parece ser que estuvo en su apogeo, hasta el punto de que los magos (sacerdotes) de la época la utilizaban a diario (como ocurre con la cartomancia actual).
Filósofos afamados, astrólogos y alquimistas la usaron a diario, como confirman muchas fuentes. Parece ser, por ejemplo, que Pitágoras colocaba su bola de cristal (el cristal es el pensamiento lúcido de la videncia) en la ventana, en las noches de luna nueva, para recargarla y también porque pensaba que «el astro reluciente, al purificarla, reflejaría lo que estaba abajo»; y, meditando sobre la esfera de cristal, podía divisar en ella acontecimientos futuros. Parece ser que también Aristóteles se hizo con un cristal para la adivinación.